Os presentamos el cuarto y último cuento popular mexicano seleccionado por Camilla Impieri y reproducido con el amable permiso de Fabio Morábito. Aquí va el artículo sobre la colección “Cuentos populares mexicanos”.
Friega Tiznados
Cuento oral en español, de Jalisco
Transcrito por Fabio Morábito
Era un rey viudo que tenía tres hijas. Las quería mucho y un día quiso saber qué tanto lo querían ellas. Llamó a la más grande:
–Hija, ¿qué tanto me quieres?
–¡Ay, papacito! No hallo cómo comparar el cariño que le tengo. Como de aquí al cielo o aún más lejos – contestó su hija.
El padre llamó a la del medio:
–Y tú, mi hija, ¿qué tanto me quieres?
–¡Ay, papacito! –dijo la segunda hija–. Yo lo quiero más que mi hermana. De aquí a las estrellas.
Llamó a la más pequeña, que se llamaba Blancaflor:
–A ver tú, Blancaflor, ¿qué tanto me quieres?
–Pues yo lo quiero más que mis hermanas.
–A ver, cuánto, dime.
–Pues yo lo quiero como la sal.
–¿Tan poco me quieres? –exclamó el padre.
Y se enojó tanto, que le habló al que había sido pilmama de la joven desde que la madre aún vivía, un tal Conrado, y le ordenó que, junto con otro hombre, la llevara a un cerro que había cerca del castillo y la matara. También le ordenó que le trajera el dedo chiquito de la mano derecha y los ojos de la muchacha, como seña de haber cumplido el encargo. Cuando emprendieron el camino, el pobre Conrado, que había cuidado a la joven desde recién nacida, apenas lograba disimular las lágrimas. De haber sido por él no habría cumplido la orden, pero el otro hombre tenía miedo de que los mandaran matar si no obedecían. La muchacha se había llevado su perrito, creyendo que iban de paseo, y cuando llegaron por fin al cerro y Conrado le comunicó la verdadera razón de aquel viaje, la pobre se arrodilló para suplicarles que no la mataran. Y tanto lloró y les rogó, que ninguno de los dos tuvo ánimo de cumplir la orden del rey.
–Tendremos que cortarte un dedo –le dijo Conrado–. Y en cuanto a los ojos, mataremos a tu perrito, que los tiene igualitos a los tuyos, y se los sacaremos para dárselos a tu padre.
Así lo hicieron, le cortaron a Blancaflor el meñique de la mano derecha y curaron la herida con unas hierbas que había en el bosque, luego mataron al perrito, le sacaron los ojos, que eran igualitos a los de la muchacha, y los envolvieron en un trapo, junto con el dedito mochado.
Enterraron al perrito para que nadie lo viera, se despidieron de ella y regresaron al castillo con aquel bulto horrendo. La niña anduvo vagando todo el día por el cerro y cuando empezaba a caer la noche divisó a lo lejos una ciudad con unas torres. Se dirigió hacia allá y cuando entró en la primera calle, vio a una pareja de ancianos sentada en la puerta de su casa.
–¡Ay, señores! –dijo –¿No me harían el favor de darme hospedaje? Vengo muy cansada.
–Sí, niña, cómo no, pásale –contestaron los viejitos.
Después de darle de cenar, la joven se fue a dormir y los viejitos se preguntaron de dónde habría salido una muchacha tan bonita.
Al otro día ella les dijo que tenía la intención de entrar a servir en alguna casa y les preguntó si no había un rey en aquella comarca.
–Claro que lo hay, es el rey Fulano –contestó la viejita–. Y la reina es amiga mía. ¿De verdad quieres ponerte a servir?
–Sí. No sé hacer nada, pero en algo me acomodaré.
–Está bien, pero no puedes presentarte así. Si te ven tan bonita nadie te va a dar trabajo. La viejita fue por un frasco de pomada prieta que tenía en su cuarto y empezó a untársela en todo el cuerpo.
–Te voy a teñir como si fueras africana. Y tú no digas nada.
La llevaron al palacio, pero los soldados no la querían dejar entrar:
–¡Ay, Dios, esa negra! ¡El príncipe no puede ver a la gente negra, porque le dan ataques! ¡Esa negrita no entra aquí!
–¡Pero señor, por favor, sólo quiere entrar a servir! Tanto les rogaron que al fin las guardias se compadecieron y la dejaron entrar.
La vio la reina y exclamó:
–¡Ay! ¿Qué hace esta negrita aquí!
–Mire, señora –dijo la anciana–, es una negrita que viene de África y viene sola porque la corrieron de su casa. Una historia triste.
Quiere servir de algo, por eso quise ofrecerla.
–¿Pero qué hago si cuando mi hijo ve a una gente muy prieta le dan ataques?
–No voy a dejar que me vea –dijo la muchacha.
–Y ¿qué sabes hacer?
–Pues casi nada, pero en algo seré de utilidad, aunque sea de friega-tiznados. Eso quería decir fregar los trastos y muebles de la cocina.
–Está bien –cedió la reina –pero mi hijo no te tiene que ver. Cuando estemos comiendo, no se te vaya ocurrir salir de la cocina.
–No, señora.
Pasaron varios días y en una ocasión a la reina se le olvidó que Friega Tiznados no tenía que ir a la mesa. Así le llamaban: Friega Tiznados, o simplemente Friega.
Pues que le dice la reina:
–A ver, Friega, lleva esto a la mesa, apúrate. Estaba comiendo el príncipe, y que la ve:
–¡Ay! ¿Qué es eso? ¡Ay, mamá! ¿Quién es esa negrita? ¡Se ve de lo más simpática! No le dio ningún ataque. Al contrario, la negrita le agradó. –Pues hijo, es una negrita que yo no quería admitir porque viene de por allá, no se sabe dónde, y no sabe hacer nada, sólo fregar tiznados. Y así la llamamos: Friega Tiznados.
–¡A ver, Friega Tiznados – dijo el príncipe–, tráeme un tenedor, que el que tenía se me cayó!
Fue Friega Tiznados a la cocina y regresó con un tenedor para el príncipe, que exclamó:
–¡Prietita pero agradable, y tiene unos ojos preciosos!
Pasaron varios días y una vez la reina le preguntó a Friega Tiznados:
–¿No te gusta bañarte?
–¡Claro que sí, me encanta!
–Pues mira, aquí todo derecho encontrarás los baños, y siempre están abiertos. Verás unos letreros: “Baño del príncipe”, “Baño del rey”, “Baño de la reina” y “Baño de los sirvientes”. En ése te bañas tú.
–Está bien –contestó Friega Tiznados. Y fue para allá, llevándose todos sus menjurjes. Miró los letreros y dijo:
–Yo no soy rey ni reina, ni sirviente. Soy princesa… ¡pues en el baño del príncipe me he de bañar!
Así que se metió y se dio un baño. Cuando salió, fue al tocador a vestirse y arreglarse. Se le había quitado todo lo prieto y se veía hermosa. El príncipe venía de paseo, vio su baño cerrado y, molesto, sacó la pistola.
“¿Quién se estará bañando en él?”, pensó.
Se acercó a la puerta y miró por la cerradura. ¡Cuál fue su admiración!
Vio a aquella muchacha primorosa, retocándose frente al espejo, y reconoció a Friega Tiznados.
La observó mientras, ya vestida, se pintaba los brazos y la cara con la pomada prieta. En eso escuchó que alguien se acercaba y se marchó para que no lo vieran espiando. Fue a ver a su madre y le dijo:
–¡Mamá, si viera qué hermosa es Friega Tiznados! –y le contó lo que había visto por el agujero de la cerradura.
–¿Entonces no es negra? –dijo su madre.
–¡Qué negra ni qué ocho cuartos! Es más blanca que usted, madre. Sólo que se unta el cuerpo con una pomada prieta. Me late que es una princesa, por eso se bañó en mi baño.
¿Cómo iba una princesa a bañarse en el baño de los criados?
–Quiero ver yo también –dijo la reina, y al poco rato mandó llamarla. –¿Te gustó el baño, Friega Tiznados?
–Mucho, señora. –Puedes bañarte también mañana, si quieres.
–Si usted me lo permite, seguro que sí.
Y al otro día la reina y su hijo se apostaron en el jardín para espiarla. La reina miró por el ojo de la cerradura cuando ella salió de bañarse. Pensó que era más blanca que el mármol, y le pareció hermosísima.
–Tienes razón, hijo, es una princesa.
Y cuando Friega Tiznados empezó a untarse la pomada prieta, madre e hijo se marcharon.
–Quiero casarme con ella –dijo el príncipe. –A ver qué dice tu padre. Fueron a ver al rey en seguida y el hijo le comunicó su deseo.
El rey se acercó y le dijo:
–¿Casarte con Friega Tiznados? ¡Qué disparate!
Le contaron lo que habían visto y el rey dijo:
–Tengo que verlo con mis propios ojos.
Y al otro día los tres se escondieron atrás de un arbusto del jardín, a un lado de los baños. Llegó Friega, se metió al baño del príncipe, la reina se acercó a mirar por la cerradura y cuando la vio acercarse al tocador, ya vestida, toda blanca y perfumada, le dijo al rey que podía mirar. –¡Válgame Dios, qué hermosa es! ¡No dejen que se pinte! –ordenó el rey. Tocaron la puerta: –¡Friega Tiznados! ¡Abre la puerta!
Ella se asustó, segura de que la iban a castigar por haber usado el baño del príncipe, pero cuando salió del baño, el rey, la reina y el príncipe se mostraron de lo más cariñosos y le pidieron que les contara su historia, porque a todas luces no era una criada, sino una princesa.
–Sí, no soy la que parezco.
Soy hija del rey Fulano, de la Soblafia.
–¿Pero cómo? ¡Si es amigo mío! –exclamó el rey.
Sin hacerse del rogar, la princesa los puso al tanto de sus desventuras y les mostró la mano con el meñique mochado.
–¡Qué crueldad! –exclamó la reina. Arreglaron el casamiento de los dos jóvenes y mandaron invitaciones a los reyes de todas las comarcas, entre ellos al rey Fulano de Soblafia. Éste llegó con sus dos hijas, que tan pronto como vieron a la novia, le dijeron a su padre:
–¡Cómo se parece a Blancaflor! Y el padre, al ver parecido con su hija, sintió de golpe todo el arrepentimiento por haberla mandado matar.
Llegó la hora del banquete y el rey ordenó que se sirvieran todos los platos, y que en aquel del rey Fulano no pusieran ni una pizca de sal. Éste probó un bocado y apartó el plato, porque no le sabía a nada. Le trajeron el segundo guisado, también sin una pizca de sal, y volvió a probarlo y apartó el plato. Le trajeron un tercer platillo, y pasó lo mismo. El rey se le acercó y dijo:
–¿Pero qué te pasa, por qué no quieres comer? ¿Estás indispuesto? ¿Me dejas probar de tu plato?
–Sí –dijo el invitado.
El rey probó un bocado y dijo: –¡Pero esto está mal! ¡No tiene ni una pizca de sal! ¿Acaso no te gusta la sal?
–Claro que me gusta –dijo el padre de Blancaflor.
–Entonces, ¿cómo fue que mandaste matar a tu hija porque te quería como la sal?
–Fue una injusticia mía. Estoy arrepentido trescientas veces –gritó aquel rey, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Pues mira, la tenemos aquí.
¡Uy, no se imaginan los perdones y los abrazos, con el rey hincado pidiendo perdón a su hija, llore y llore! Las hermanas también lloraban, porque no podían creer que su hermana estuviera viva. Y la fiesta duró varios días, porque algunas fiestas de los reyes pueden durar hasta semanas.